domingo, 29 de noviembre de 2015

Escena

Laisse aboyer les chiens. B.B



Un roce de manos en una cena improvisada. Hay tanta gente que cuesta leer lo que se dicen cuando solo se rozan.
El silencio es el aliado del misterio. Pero ahora mismo no hay silencio, no hay misterio, solo hay un roce de manos, en una cena improvisado. Durante un fractal de segundo se miran, pero no es suficiente para percibir que es lo que hay detrás del contacto y el tacto de la piel. Un nanosegundo y ¿han sentido erizarse la piel?
Cuerpo extendido por el deseo torpe que se lee entre  el sonido sordo  del bullicio. No hay susurros.  El estruendo que desaparece solo con el tacto de dos dedos en una mesa. Es un segundo congelado en un roce de dos manos, de dos dedos, algo anodino. Nunca más volverá esa milésima de segundos en el roce del tacto de las manos. Se quedará para siempre en ese tiempo. Cuando vuelvan a ese roce de manos, no sabrán que hay historias que nunca se contarán a través del silencio.



Escena


Caminan en silencio después de salir del cine.  El sonido de los zapatos rompe el silencio de los soportales. Hace tanto tiempo de todo que el recuerdo ocupa más espacio que el  presente. El  recuerdo es el  yugo amable.  El recuerdo es la inercia del día a día.

Comentan la película buscan un espacio caliente que está mal iluminado, con esa luz tenue que tiene el tacto del terciopelo rojo. Poco ruido y una copa de exportación. Se sonreirán buscando lo conocido de ellos, un ir a tientas entre el presente y el pasado. Velos anaranjados.

Alguien apartara el pelo del rostro con un gesto de adolescente torpe. Ella, apartara su pelo. La mirara por debajo del  gesto que ella realiza para el recuerdo de este momento. El olor a flores blancas se entrecruza en ese movimiento. Es una foto en blanco y negro prestada. Ese color, el blanco y negro,  defiende el tiempo que pasa en el presente que se está haciendo. Se dignifican.

No queda nada.

Cuesta enfrentarse al pasado olvidado que aparece a modo de chanza.   El presente de esta historia está lleno de todos los recuerdos del pasado, cuanto más presente tienen más pasado les persigue. Es algo inevitable. Es algo que conlleva al final de su propia existencia, congelada en pequeñas fotos anaranjadas. No hay presente sin pasado, no hay futuro sin pasado, eso aún no lo saben, son ciegos, sordos y mudos. Hablan del director, de la protagonista.
Pero está ahí, las fotos de unas vacaciones, de un viaje de fin de semana, de un perro,  de una sonrisa robada en un concierto, de un abrazo en el salón de una casa alquilada. Todo el pasado que se vuelca para seguir tejiendo la historia del presente.
Se prometieron tantas cosas que solo quedan los versos de las promesas. Imágenes,  ecos, el deja vi que  utiliza el recuerdo como broma.  Un guiño.

No les duele, ya no puede doler lo que una vez sintieron; no pueden doler las imágenes almacenadas en la última estantería. Es el precio de ser adulto, es el precio que tiene el tiempo cristalizado.
Un vestido con flores, unas playeras, un cigarrillo compartido,  la arena en los bolsillos de un viaje de fin de curso a un país que huele a verano interminable.  Todo, quedará almacenado en  ámbar dentro de lo que es el recuerdo del pasado.

Sienten frío, no saben que se desean porque el deseo tiene recuerdo sin pasado, el deseo es un presente continuo, una improvisación, un desorden inexistente.
Tengamos silencio para escuchar el recuerdo sin pasado y dejar que se produzca el deseo.


jueves, 26 de noviembre de 2015

Diario de la pérdida y el deseo: el próximo martes

Un paseo en coche. Un coche nuevo. Una tarde soleada de Noviembre.  Sonrío, sonríes y tocamos el cielo con la punta de los dedos.
Es, por ejemplo, martes. Hablamos de viajes, de playas y de calcetines de rayas. Sonríes, sonrío y seguimos conduciendo entre los árboles vacíos, mientras suena una canción francesa que nos increpa profite.
Ahora no parece invierno, pero el invierno nos espera en la siguiente, siguiente curva. Esta delante nuestro y da miedo. Tengo miedo de las tardes soleadas de Noviembre porque debajo de las hojas se esconde el frío de las noches sin luna.
Un ciervo cruza delante. El zorro se esconde entre los matorrales  y el perro descansa mientras observa pasar la tarde con sabor a manzana asada.
Un sol brillante entre las ramas, que  ya están desnudas y el suelo se cubre de un potente amarillo que recuerda el tiempo en que todo era dorado.
El viento nos susurra que está llegando la noche y aún andamos sin destino. El deseo se congela en una pantalla de un mapa. Te susurro obscenidades y te propongo echar a la suerte nuestra ropa.

Puede que nunca lleguemos a la segunda curva y puede que el frío  de las noches sin luna que se esconde en las hojas de este noviembre de manzana no llegue a tocarnos las puntas de los pies.

Cuento espejo

Ella llama por teléfono, tiene dudas, cuelga. Vuelve a llamar y se muerde la lengua sin querer. La boca sabe a hierro. Cuelga el teléfono No sabe que decir. Esas cosas pasan a veces.

Suena el teléfono; ella esta al lado, acaba de colgarlo y ha sonado. Lo coge, pregunta quién es, pero el teléfono se cuelga después de un profundo silencio. Lo mira y  se agarra las rodillas blancas. Entra en pánico. Se quedará ahí al lado, quieta. Tendrá miedo a que vuelva a sonar. 

Respira hondo, se lo han dicho en clase de yoga. Coge el teléfono y vuelve a llamar.
657 896 346.

Al otro lado alguien pregunta quién es, se produce un profundo silencio y después cuelga.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Diario de la pérdida y el deseo: 21 noviembre

Ocurre. A veces pasa. 

Ese martillo dentro de la cabeza. No sé por qué se produce. Pero suena ahí dentro a ratos. 
Se desencadena de manera casual, es como un brillo que acaba en espiral con sonido intermitente. No llega a ser sirena. 

Ninoninonino...

Es un martillo que cambia de fuerza, de sonido, dependiendo de la arbitrariedad más absoluta.
Es un pensamiento martillo que no se parece en absoluto a un oso blanco pero pesa lo que pesa un oso blanco.
El insomnio de antes de sonar el despertador.

Esta ahí. 

Tú coges el coche, sacas al perro, visitas a tu madre, hablas de política, compras naranjas y el martillo esta justo ahí, debajo de las cosas que haces todos los días. Agazapado. A veces no se piensa, a veces se siente. El martillo aparece. Lo oyes. Lo oyes golpear y no puedes sacarlo de la cabeza. Puede no durar mucho, es el flash-martillo. Después vuelves al mismo lugar donde estabas, coges el coche, sacas al perro, visitas a tu madre, hablas de política, compras naranjas.

No adormece el sonido. No es una caída libre, es una caída pausada, intermitente y si observas todo el proceso, te parece incluso despreocupada. Pero ahí esta, latente, intermitente, pendulación entre la repetición de algo que no ha ocurrido y algo que puede ocurrir. Es silencioso, nadie lo nota. En realidad, es más fácil poner buena cara y sonreír que exteriorizar el sonido del martillo. La sonrisa, la buena cara, elimina las preguntas del sonido en el otro. Constantes preguntas que se convierten a su vez en parte del martillo. La necesidad de dejar de oírse, la insistencia del martillo por que lo oigas dentro del cráneo. Moverse hacia la acción. No querer acción. Respirar y la inutilidad de la respiración. Los otros como seres afilados, alfileres, legos olvidados a los pies de la cama una noche sin luna. El susurro del pasado en la oreja izquierda, el velo del futuro en el ojo de Cíclope. 

El peso de una pluma es tan molesto entre el sonido del martillo...

La palabra "hammer" se parece más al sonido y al eco que queda en tu cabeza que la palabra martillo.
Cristales pequeños dentro de la bañera. Otra vez ese pensamiento. Discusión perdida en el espejo. La culpa se presenta como una inestimable amiga. La soberbia no apaciguará el dolor de los justos. La justicia es la abstracción del dictador. 
Agazapado, duerme el martillo y tú no lo ves.