Cae la noche, que se va adelantando entre el aire que se mece y las temperaturas que bajan, y me he dado cuenta de que os echo de menos. Quizás echo de menos el sushi compartido de un viernes en una terraza que parece un ático, quizás echo de menos las conversaciones largas y tontas en cualquier bar donde no nos echasen, o los cafés en cafetera. Quizás, no es por ponerme sentimental, echo de menos la copa de vino y la marca que dejan los taninos en la copa, en la lengua, en las copas compartidas. Es caprichoso sentir que se echa de menos a alguien y que se estima su ausencia, que se estima el vacío como se estima el vacío que forma el cuerpo en el abrigo viejo, en el cuero gastado.
Es de noche y queda algún que otro adolescente montando en bike entre jardines con perros y dueños, que aplazan el silencio que llegará algunas horas más tarde.
Llegan coches a los barrios residenciales, se apagan los motores. Cerraduras que se abren para, dos segundos más tarde, trancarse; despedidas de besos eternos, olor a frito, a baño, a césped recién regado, a río y la luna que hoy, todavía no sonríe.
Adormecido el cerebro, todavía os echo de menos, porque os extraño, porque me he acostumbrado a extrañar en el vacío que deja quien se va. Es como acariciar el agua con las puntas de las manos, como intuir los reflejos en un cuerpo trasparente. Vale, lo reconozco, ahora si que me estoy poniendo cursi, ahora si que me estoy poniendo algo decadentista, y sé que no me sienta bien, no me sienta bien esta especie de regocijo que encuentro en el insano sentimiento de echar de menos, pero es de noche, estamos en otoño y los nuevos planes se parecen a los planes de las navidades pasadas, del octubre pasado pero con un año más y alguna cana nueva.
El caso es que pensé que podía deciros que os echo de menos y que, seguramente -como se dice siempre- pronto nos veremos.
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