miércoles, 26 de marzo de 2014

Diario de la pérdida y el deseo: el almendro 25 Marzo

Marzo está siendo marzo; marzo está siendo lluvia y viento y almendros y cerezos.

Durante una temporada pensé en tatuarme un almendro en alguna parte de mi cuerpo. Siempre me ha gustado el almendro y el refrán que le acompaña. Además, me gusta que mi cuerpo se pueda leer a través de la tinta de otras manos que no sean las mías, a través de trazos que no son de mis pliegues, que recuerdan a las marcas del ganado y que acaban siendo flexibles como la piel, mi piel, como las arrugas, mis arrugas, como el moreno, ese moreno que no me gusta y al que me acabaré acostumbrando porque, al igual que el tatuaje, me cuenta historias que me gustan, narra las historias a través del tacto, como lo hacen las estrías; las estrías que tengo en el culo y en las tetas.
Foto de J.Ayarza

C dice que los almendros, son los cohetes que anuncian la primavera y V siempre comenta que cuando florecen los almendros empiezan las actividades culturales. Teniendo en cuenta que no me gusta depositar mi ego en nada ajeno y lo voy a hacer, apropiándome con ello de esa figura que intenta explicar Kundera en la Inmortalidad, intentaré en vano decir que me gustan los almendros, pretendiendo con ello dibujar la imagen a los ojos de los demás, sabiéndome, aún así, que no soy dueña de ella,  y asumiendo torpemente, como Edipo asumió su destino que, aunque el yo es una mera apariencia inaprehensible, indescriptible, nebulosa y que la única realidad, demasiado aprehensible y descriptible es nuestra imagen, diré, sin que sirva de precedente, que me gustan los almendros; que me gustan los almendros en flor. Es entonces cuando se intenta ser la imagen de lo que se dice y, en este caso, se intenta ser Dafne; se intenta que el cuerpo, mi cuerpo se convierta en árbol, los brazos se ramifiquen y los pies se enraícen, se conviertan en una metáfora de Woolf, en una metáfora de Plath, en un ser mítico.

Es entonces cuando me hallo leyendo que el almendro, en lenguaje hebreo, es el árbol que vela, el árbol que escucha, y que se le compara con Jeremías. Y entonces provoco ese giro de trama que precipita la acción y recuerdo mi nombre con A, y recuerdo que es árabe, y recuerdo que es una ciudad fortificada, por lo que mi finalidad sería proteger, velar; aunque no creo que mi nombre cuente mucho, porque antes de gustarme lo odié sin condición, lo odié como se odian los recuerdos de los errores que se han cometido, como se odia el karma; y le busqué un sustituto. Un sustituto que empezase por G y fuese anglosajón y fuese parte de lo eterno y a la vez efímero, como lo es la espuma de las olas del recuerdo del mar a finales de Septiembre. Pero no estamos en Septiembre, estamos en marzo. En un marzo, lluvioso y con viento, en un marzo donde han florecido los almendros.
Pero es curioso cómo a veces mi cerebro rizomático parece unir las cosas. Encuentro una unión entre los almendros, mi nombre y mi cumpleaños. Una de esas uniones que parecen epifánicas, que parecen visionarias, que provocan la sonrisa de medio lado. Mi cumpleaños es en marzo, este marzo ahora lluvioso, con viento y frío; y que acuna los pasos de mis treinta y seis sueños caducados, de mis treinta y seis vidas que ya no voy a poder vivir.

Sigo leyendo y sé que al almendro se le confunde con la flor del sakura, los dos de la familia de las rosacéas; pero el sakura o falso cerezo, florece dos semanas más tarde. Busco otros significados, otros espacios simbólicos para agrandarlo, y descubro que representan la juventud, la fragilidad de los primeros brotes de primavera y el preludio de lo que viene. El preludio de las abejas, del zumbido de las abejas, del sol creciendo en el día, del calor, del sexo, de las primeras terrazas, del vino blanco en tu ático con un delicioso sushi que ahora ya sabemos preparar. Sonrío siempre que recuerdo. Sonrío siempre que el recuerdo se entreteje con este estado de astenia que tanto me gusta.

Me gusta el almendro en flor y el cerezo en flor. Me gusta cómo, al soplar el viento, las flores se deshacen de las ramas y flotan por el aire. Me gusta el tiempo que tardan en llegar al suelo, como si de un anime se tratase, como si de una postal del instagram.
Me gustan los almendros, me gustan los cerezos en flor y los entrelazo, caprichosamente, con mi biografía. Los uno por aquel día, ¿te acuerdas? Yo llevaba el peto y una de esas blusas de lazos. Recuerdas que después de una pequeña operación que me dejó una semana en la cama me llevaste a caminar y, aunque hubiese sido estupendo que esa historia continuase con una filmoteca, con Pierrot le fou o tout va bien y una plaza mayor y lluvia, sólo continúa con un paseo bajo los almendros y el sol sobre mi rostro y un mareo repentino que nos hizo dar la vuelta. Ya lo sabes, no soy rubia. Y no tengo los dientes separados, ni las rodillas blancas.
Ese día, que intento recordar para entrelazar con el almendro, para coser al tronco del cerezo, hacía sol y el rosa ocupó la retina. El rosa contra el azul del cielo, como si de los colores de plastidecor se tratase. Ese día en que anduvimos por el parque, ese día en que me mareaba, ese día que, recuerdo, desarrollé un miedo a dar el paso. Ese día que, ingrávida, llegué a la cama para tardar otro día más en salir; ese día que tengo que traer a este texto, para poder revivirlo a través de la ficción de mi recuerdo. 
Esa ficción que ahora se hace tan real y que dejará de ser mía j-u-s-t-o  e-n  e-l  m-o-m-e-n-t-o  e-n  q-u-e  t-ú  l-a  l-e-a-s.

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Gracias a todxs por leerme y gracias a J.A. por poder crearme una autoimagen a través de su obturador.




viernes, 21 de marzo de 2014

Mi familia y otros mitos


                                                                                                                                           in memoriam

                                                                                                                                              Mi pequeña sobrina perdóname
                                                                                                                                         En el maldito viento del atardecer
                                                                                                                                                          no puedo se un tío 
                                                                                                                                                                     Gregory Corso




Hablaré de mi familia. Bueno, en realidad quiero hablar de las sagas pero, en vez de coger la obra de García Márquez, voy a hablar de mi familia intentando ser un poco menos arte y un poco más autoayuda o desentoxicación.

Creo que ya lo he dicho, no creo en las familias, o no creo, por lo menos, en ese tipo de familia sacada de un anuncio de rebozados ultracongelados. Sí, es verdad, eso lo digo por mi experiencia personal, pero cualquiera dice cualquier cosa por su experiencia personal y si encaja en el discurso que debe ser,  en el discurso hegemónico, no se le patologiza, puesto que es un miembro sano de una sociedad enferma. Con esto quiero decir, por si no se ha entendido o no me he explicado, que de una sociedad enferma y con profundas desigualdades, un miembro sano tendrá en su discurso alguna de las características del grupo (puede ser machista, racista, ególatra... y no, no son producto solamente del patriarcado, sino del HETEROpatriarcado). Así que lo digo otra vez pero más alto: NO CREO EN LA FAMILIA HETEROSEXUAL. Bien, dicho eso, intentaré explicar porque lo he relacionado con una saga grabrielesca. Cuando nos criamos en un entorno, todo el entorno presenta características más o menos similares, y como atestigua algo tan onírico como los sueños, antes de que estalle una guerra, la gente padece de pesadillas apocalípticas, por lo que debe de existir algún sexto sentido, que mal que le pese a mi cerebro, no sabemos exactamente cómo y por qué se produce; pero se crean vínculos con el entorno y no necesariamente con el entorno inmediato, y aparece una especie de tercer ojo polifémico que intuye lo que aún no ha pasado. Resumimos informaciones varias y las interpretamos, pero no vamos a irnos por esos cerros tan transitados. 
Si entendemos que un grupo de población amplio prevee que se avecina una guerra cómo no vamos a entender que estamos conectados seguramente en núcleos de población  más pequeños y con los que hemos convivido como, pongamos, una familia. No pretendo, ni quiero hablar de acciones telúricas que parecen rozar la magia, pero comprendo que en los núcleos pequeños habrá, mal que nos pese, unas características comunes que no sean solo físicas, sino que sean también psicológicas, y ahí esta el gran problema. 

Ese núcleo familiar tendrá características personales y psicológicas determinadas y cada uno de los miembros de ese grupo tendrá los fallos o virtudes muy, muy parecidas, porque en realidad está educado en un entorno con unas características. Y aquí parezco algo darwinista, que es algo que queda muy lejos de lo que parece que  encaja con mi concepto del devenir humano o del libre albedrío cristiano. En realidad, en los núcleos familiares los individuos parecemos construirnos en semejanza o en contraposición a lo que estamos viviendo; esto quiere decir que compartimos más defectos de los deseados y más virtudes de las que podemos reconocer como propias. Por tanto, nos atravesamos en tanto en cuanto tenemos similitudes y en tanto en cuanto luchamos contra ellas y esto, además, condiciona de una u otra manera lo que observamos y cómo nos leemos. 
Me encantaría decir que no me parezco a algunas cosas que no me gustan de mi familia, pero me sorprendo pareciéndome y articulándome con ese discurso; me sorprendo mirándome en el espejo y comprendiendo cuánto de ellos tengo y teniendo dudas de lo que yo he conquistado sin ellos; sin ellos tanto para bien como para mal. No pretendo hacer un elogio a las raíces pero soy lo que ellos leyeron y lo que no quisieron leer; soy lo que se construye en u  intento por participar y en un intento por ser diferente, porque no soy diferente en tanto en cuanto a mí misma, sino en tanto en cuanto al reflejo que mi familia me enseñaba. Intentaré explicarlo con el ejemplo del ateo: el ateo primero es ateo de una sola religión, de la que está viendo, y después ese ateísmo participa de todas las demás por extrapolación, pero su cultura y su raíz, es la de la primera que experimenté y no la de todas las demás.

Hace mucho tiempo que no llevo la contraria a la familia. Soy y he sido como la oveja negra, pero no lucho contra la herencia recibida. Es fracasar con una misma, es luchar contra espectros. Mas bien averiguo y busco cuáles son los defectos compartidos y cómo se articula el grupo entendiendo las circunstancias de lo que nos rodea a todxs y a cada unx. He empezado hablando de Gabriel García Márquez y de sus sagas porque en los núcleos familiares de casi toda su obra, siempre hay un misterio, un sentimiento que articula las relaciones. García Márquez recrea cuestiones somáticas, fisiológicas, con realidades primarias que, al metaforizarlas se convierten en mito y por eso decido unir a mi familia, a cada uno de los participantes de dicho núcleo, con las sagas gabrielescas, porque con la metáfora y lo mítico aparecen terceras vías intransitadas que ayudan a la comprensión del entorno, provocando la unión entre lo racional y lo emotivo.

domingo, 9 de marzo de 2014

Cuando el carnaval es Drag y cuando el carnaval solo es carnaval.

Han sido carnavales y no me he disfrazado más de lo que es aconsejable. Más de lo que me puedo disfrazar todos los días cuando me visto de la cultura en la que he nacido, cuando convierto mi cuerpo en una performatividad que, en este caso, coincide con el género que se me asignó cuando nací.
Tengo, curiosamente, un nombre que hace dos siglos pertenecía a los dos géneros pero que ahora sonaría ridículo en el género que no represento, y del que me siento mucho más que orgullosa.

Porque la vida es puro teatro -lo decía la Lupe- pero cuánto ocupa el teatro en nuestras vidas; cuánto somos de puro teatro y cuánto de naturalidad de los '60 (recordemos que, en los '60, el flower power, la paz y el hippismo, buscaron la naturalización de los géneros).

El martes de carnaval fui a una fiesta donde había una drag. Podía haber sido king -y mis dientes se hubiesen alargado cual vampiro lubricado- pero no; era queen y, en vez de dientes largos, me puse verde. Verde porque, a pesar de Lorca, el verde es el color de la envidia insana, deporte nacional que se practica en esta España profunda, según dice el recientemente fallecido Panero.
Vuelvo al espectáculo, a la performatividad y a este texto, que parece construirse mientras suenan las teclas. El espectáculo consistía en tres canciones con tres bailes y entre las canciones de la drag, playbacks de cualquier persona disfrazada. Es cierto que de una manera algo complicada para explicar aquí, siempre me he sentido impostada con mi feminidad, siempre he sentido que podía dejar de ser con más facilidad mujer que cualquier otro género, y eso me hace vincularme con las personas que, de una manera consciente, construyen su género; porque yo tampoco tengo la sensación de la naturalidad del mío y de lo que a él se le atribuye.
Es cierto que eso tiene que ver con cómo se construye culturalmente el concepto de "femenino" y cómo se construye el concepto de masculino: uno es construido, el otro es propiedad del que lo detenta. 
Pero volviendo al espectáculo, a mi envidia y a ella, la reina estaba realmente maravillosa. Dentro de los playback de las otras personas, había disfraces de todo tipo: caperucitas sexys, lobos burgueses (porque llevaban tripa de vivir acomodadamente), chulos sacados de Love story o Grease y chonis que hacen funky.
En fin, todo lo que procede en dicha fiesta precuaresma que busca salvar al individuo a través de una carnavalización mainstream y sin pensar.

El caso es que ella estaba encima de una tarima y a mí se me hizo un espacio enorme, con sus tacones y una maravillosa falda muy Dior y yo estaba abajo viendo todos y cada uno de sus gestos, viendo cómo el pelo la caía sobre los hombros, mientras tenía que soportar a un montón de hombres que, a grito pelado, chillaban sobre el fake que ella podía ser. Me sentí realmente ofendida, mi espíritu de blanca con privilegios, supongo que actuó, actuó como actúa el espíritu del blanco, apropiándome de un discurso que no es mío y poniéndolo de bandera sobre mi cuerpo, construyéndome como un príncipe con un vestido de La casita de Wendy. No salté, se me adelantó la Reina entre humor e ironía y grandes dosis de aguante, pero ahí no acabó la cosa, ahí no terminó todo. Algunas de las mujeres que subían sobre la tarima, tenían anteriormente que levantarle la falda Esta acción, tan aparentemente ingenua, puesto que se hacía desde el humor y la permisividad del carnaval, marca que su cuerpo, el de la Drag, tiene menos derechos que el de ellas; como si su cuerpo, el de la drag, fuese una sombra de caverna, que diría Platón. Por lo tanto, se introduce a modo de chanza carnavalesca, un discurso transfóbico que reza que unx no se puede presentar como quiere ser sino como esa "naturaleza" tan "natural" le ha traído al mundo y, en caso de hacerlo, tiene que aparecer en el disfraz el concepto de falso, de fake, de mentira; la misma mentira que muchos de los hombres que subían a esa tarima trataban de evidenciar vestidos de  cis tías, marcando así, en realidad, la "naturalización" de su género masculino. Es introducir razones biologicistas sin plantearse cuánto de prótesis cultural hay en esa visión naturalizada de los géneros, porque, aunque me repita, mujer no se nace, se hace y, en esa frase que mantiene Simone, ¿quién decide que construcción es más admisible y cuál menos?, ¿quién decide quién construye mejor el estereotipo de mujer?. Y sobre todo, ¿qué hace pensar que unas construcciones son más valiosas que otras?. ¿Lo decide la blanca cis con privilegios o el hombre cis con privilegios? 

Pero en estos fantásticos carnavales tan poco carnavalizados (me refiero al concepto Bajtin de carnavalización), no acaba ahí la cosa de dichos abusos de marcada transfobia, puesto que entorno a ellos hay todo un discurso transfóbico que recuerda a aquello que decía Butler sobre la primera enmienda estadounidense. 

Apareció después la típica acción tan hetero, tan cansina de algunas mujeres sacadas de un porno mainstream que muchas dicen no consumir, como es la apropiación de ser lesbiana para el ojo observador masculino: algunas la intentaron besar, tocar las tetas con un aparente deseo lésbico, lo que vuelve a invisibilizar, en este caso, a las mujeres que nos definimos como lesbianas, infantilizando con ello nuestro deseo o convirtiendo nuestro deseo en un deseo para los ojos del hombre heterosexual, aunque, en este caso, tengo dudas de que esa frase Cecilia Roth le dice a Penélope Cruz en Todo sobre mi madre -"todas somos un poco bolleras"-, no sea más cierta de lo que pretenden creer. Así que un nuevo abuso entre risas y bromas, un nuevo discurso entretejido entre abusos de todo aquello que no sea yo. Y ya, como para medio terminar, o terminar del todo, el fantástico hombre cis, heterosexual vestido de gay falso que, en un momento de la actuación, se acerca a los labios de la drag como para darla un beso, y al final resulta que era broma. 
Menos mal que el grandioso abanico de plumas y el corpiño de cuero actuaron con la presencia dramática necesaria.