sábado, 25 de agosto de 2012

Diario de la pérdida y el deseo. Agosto 8


Hace dos días soñé contigo. No sé por qué, pero apareciste en el sueño y soñé que tenías un semblante absurdo y algo tonto, como si te hubieses enamorado y todx tú se convirtiese en una tonta canción de pop luminoso. Te eché de menos. Bueno, quizás al levantarme eché de menos esa sensación de poder tener algo contigo o quizás era la sensación de haber perdido la posibilidad de tener algo. Algo que sonase a poema ñoño y a canción desenamorada de un heavy. Me puse sentimental. Ya sabes que siempre he sido algo afectada y algo impostada. Así que durante unos instantes, ese tiempo en el que el consciente está siendo inconsciente, pensé que de quién te habías enamorado era de mi y que teníamos una tonta sonrisa en el semblante. Del sueño solo recuerdo lo que es estar al principio de algo, esa sensación de eternidad que da el segundo ese, antes de empezar a notar que te estás enamorando sin remedio.
En el sueño, el fondo era un vacío que se parecía al cielo de noche pero sin estrellas y lo que recuerdo de tu cara -no puedo asegurar que fueses tú-  es que estaba iluminada como un cuadro de Georges de La Tour  pero en el perfil oscuro del cuadro, el perfil que no se ve cuando se mira un cuadro, la sombra del cuadro.  Fue extraño porque sabía que eras tú sin haberte visto. 
Después, cuando el consciente fue ocupando espacio, me levanté con la seguridad absoluta de que te habías enamorado y seguí igual de alegre, igual de tontamente alegre. Esas cosas pasan, esa sensación de que a veces el sueño ocupa algo más de espacio que el espacio del propio sueño y se prolonga en el tiempo del consciente y se alarga como en una linea y tienes, tocas, durante un breve espacio, un breve tiempo, muchas posibilidades y todas ellas las sientes casi como reales, casi como factibles, factibles de facto, de hecho, y crees en Platón y en los neoplatónicos con gran sorpresa por tu parte. Ayer, volví a soñar que alguien se enamoraba y se sentía feliz, tontamente feliz y pensé que eras tú pero siendo otra persona y me sentí igualmente feliz y alegre mientras preparaba un gazpacho de sandía para celebrarlo. Y me acordé de la frase de Casablanca y me sentí un poco Humphrey y un poco Ingrid y seguí haciendo el gazpacho y oliendo a ajo, mientras esperaba con una tonta sonrisa a B.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Diario de la pérdida y el deseo



Paseamos bajo un cielo que amenazaba lluvia, paseamos despacio y casi lo hicimos descalzxs. La cortina del dormitorio ondeaba y Nemo hizo guardia en el quicio de la ventana. No le gusta que los extraños participen de lo íntimo.
Empezó a oler a café -el olor de la fábrica de café que está en el noroeste- y siempre avisa de que el tiempo va a cambiar. Dormimos con las ventanas abiertas y olor a lluvia. Estaba empezando a llover, todo andaba en calma y B dormía a mi lado destapadx, Nemo entre las piernas. Todo era ajeno al mundo en ese estado privilegiado que tiene el que vigila el sueño del que duerme. 
El día ha despertado con el viento moviendo los molinos pero sin ningún Quijote a la vista; es un día del norte con un mar detrás de la cordillera. Desayunamos, unos buenos días en el instagram y planes de rutas entre senderos de interior.
Buenos días entre vientos y nubes que amenazan con nuevas lluvias, sin rastro de la ola de calor.


viernes, 10 de agosto de 2012

Y en el medio esta la virtud.







In medio uirtus, quando extrema sunt uitiosa, que quiere decir ‘en el medio está la virtud cuando en los extremos está el vicio’.


Creo que la relación de mi cuerpo y mi entorno se puede resumir en el personaje de Kim Novak en la película de Vértigo, cuando pasa de ser una exuberante pelirroja a una rubia chic y, con ello, la domestican y la hacen encajar en la norma, la convierten en algo etéreo e inseguro que anda en el filo de una navaja, en algo que tiene apariencia frígida. 
Pero de ahí no viene mi frustración de no ser rubia ni chic, supongo que es difícil explicar sin remontarse mucho y sin hacerlo extenso cual ensayo alemán.


Desarrollé un cuerpo de esos que llaman generosos y después de este adjetivo de ‘generoso’, en mi casa empezaron otros como ‘mujer del norte’ o ‘tetuda’, que hacían referencia por un lado, a la familia de mi padre, navarra, y por otro, al lugar de mi nacimiento, Pamplona. Esto eran para mi madre, mi abuela y mi tía-abuela, extraños eufemismos de vulgar. El caso es que mi cuerpo generoso y de amplias formas (media 1,69, pesaba unos 53 kilos y tenía 90 de pecho y 88 de cintura) me resultaba a partes iguales cómodo e incomodo y está última parte venía más de fuera que de dentro. Yo conmigo misma no creía tener problemas, pero los demás si parecían tenerlos. La primera en constatarlos fue mi madre, que empezó a notar o que llevaba faldas muy cortas, o que las camisas tenían los botones muy abiertos o que el zapato -siempre me gustaron rojos o de charol negro- no combinaban para ser una señorita elegante. Mi madre quería una Audrey Hepburn y le había salido una mezcla entre Sofía Loren y Marilyn Monroe, salvando las claras diferencias. No era una interpretación –hablo de interpretación porque así entendí el género- de una niña comedida, amable o cariñosa. Además, explicaba sin problemas lo que deseaba y lo que me gustaba y tenía opinión de casi todo y eso no era propio de lo chic. Tenía un éxito relativo entre los hombres mayores amigos de mi padre, un extraño éxito que no pasaba por ser la madre de sus hijxs porque, para ser la madre de sus hijxs, esto me lo aclaró mi abuela, tendría que proceder a la domesticación, al medio, a la virtud, porque lo mucho molesta y lo poco no llega.

Los siguientes en constatar este hecho fueron los trabajadores de la construcción cuando, al pasar por esas obras, hacían alusión al movimiento de mis tetas.
Empecé entonces a desarrollar cierta aversión hacia las mujeres de pechos grandes, exuberantes y llamativas, el color rojo paso a ser granate y el charol negro se quedo en negro a secas; los fabulosos escotes se convirtieron en camiseta y las faldas cortas en Levi’s 501. Pasé de lo exuberante a conceptos de prêt-à-porter americanos; descubrí que lo exagerado no gusta, que lo excéntrico molesta y lo folclórico abruma; porque gusta lo que es la norma pero nunca descubrí qué era la norma exactamente.

domingo, 5 de agosto de 2012

De cómo aprendí a leer

Hay una extraña libertad que se consigue a través de la literatura, que se consigue a través del arte pero que requiere, o para mí requirió, un gran esfuerzo del que no fui consciente hasta hace relativamente pocos años. Qué fue antes y qué fue después de este descubrimiento es difícil de perfilar y de atar o deducir. 

Yo me acuerdo, y lo he dicho varias veces, de que el cuadro de El nacimiento de Venus, de Botticelli me fascinaba desde muy pequeña, podía estar horas con un libro mirando ese cuadro. La fascinación que tenía por el cuadro estaba en parte relacionada con la proyección que ese cuadro suponía para mi ego, es decir, yo era esa Venus, no era otra, era ésa, me parecía que eso era lo que se entendía por una mujer hermosa y yo, como niña, quería ser una mujer hermosa y, sobre todo, una mujer rubia y blanca. Hasta aquí el hetero-patriarcado dejó bastante mella en mí pero no sentí, y no lo he sentido nunca, como una mella que me frustrase, que me escociese o que me impidiera hacer otras cosas. Ella estaba allí y yo era parte de lo tangible… eso era una manera de ver el arte cuando era pequeña. 

En la adolescencia, esto fue perfilándose de otros modos. Ya no era lo visual lo que admiraba o me gustaba sino que aparecieron libros, y supongo que canciones y películas. Vamos a decir que un gran porcentaje de esas películas y canciones y de ese arte, se hacía con voz masculina. Esto no creo que sea muy difícil entender. No sé por qué, o bueno, sí que lo sé, pero no voy a explicarlo ahora porque sería largo; pero el género en masculino de lo que leía o escuchaba o veía -porque la voz lo era-, solo me dejaba posicionarme en el lugar de la otra, de la que se decía algo, o en el lugar de la mujer que lee algo pero no contempla la posibilidad de que ese algo diga de su discurso interior, y lo que leía, o lo que veía o lo que escuchaba pasaba a formar parte de su día a día, de un mundo construido en lo mental pero que acababa tomando forma en lo real y tangible pero no desde, como diría Aristóteles, desde la catarsis. 

Es cierto que cuando leía textos de mujeres no me identifica con todas ellas, sino que solo algunas perfilaban de manera magistral, lo que yo creía que era mi flujo mental. Esas mujeres parecían poner palabras a cosas que yo pensaba pero nadie decía y, en ese momento, justo en ese momento, fue cuando empecé a entender que me podía posicionar de otras maneras y que esas otras maneras podían enriquecer un mundo que estaba en la mente y que acabaría formando parte de mí, de manera indisoluble. Pero eso tampoco era completo, aunque yo entonces no lo sabía. 

Leía cosas de hombres y sí, formaban parte de mi entorno por lo que en esos libros contaban de otros entornos que podían parecerse al mío o me trasportaban a otros que me resultaban tan familiares como el olor a pan tostado en casa de mi abuela, el olor a sandía en una tarde de verano o el olor a basura de algunas veladas estivales. Pero me faltaba un avance, un paso más que para mí requirió un esfuerzo y un devenir propio de mi ánimo. Es decir, de una u otra manera, empezó a formar parte de mi vida el devenir del género, empezó a formar parte de mí eso de que no hay sentimientos femeninos y masculinos. Y de repente, Jaime Gil de Biedma, un marica, abrió esa puerta que para mí había estado vetada. Era capaz de que un hombre, -una –O-, hablase de mi, pusiese voz a mi discurso interno y la -O me fuese tan cómoda como un columpio. No tenía la necesidad, veía que alguien explicaba mis sentimientos tan cerca mí que me gustaba como quedaba la -O en mi -A cultural y, a partir de ahí, me descubrí en personajes masculinos. Había personajes masculinos que hablaban de algo que se parecía a mi temperamento. Si veía una serie, un tío podía hablar/actuar como yo lo haría y mi nombre -que puede ser y que, de hecho, fue nombre de varón en otra época-, podía volver a coger su forma varonil, pues no necesitaba buscar un ego masculino llamado John o David, por ejemplo, ya que mi nombre, el mismo nombre, podía reivindicarlo como la forma masculina que había sido y que la sociedad había perdido.