jueves, 24 de enero de 2013

De la ficción y la realidad...

En el recuerdo, sea voluntario o involuntario, siempre hay algo de ficción y siempre hay algo de literatura; y es esa literatura, la ficción que elegimos, la que nos construye.

La culpa de lo que voy a escribir la tienen Los Reyes Magos, una niña de dos años y medio, una película de un tigre y niño con fe y el recuerdo de alguien que estuvo conmigo el tiempo suficiente como para decir que me conocía un poco.
Empezaré por decir que soy atea  y que, como buen atea, practico mi fe en el ateísmo estudiando sobre las creencias de los demás y lo que esas creencias construyen. Así que unir el recuerdo, la fe, la ficción y la verdad en un texto puede que me resulte, si no hercúleo, sí muy difícil.
Me he construido como la niña que descubrió relativamente pronto que los reyes eran los padres y que la magia no existe; que la ficción y la magia solo pueden ser verosímiles en las lineas de los libros y esto, unido a una fuerte tendencia a la mitopoiesis, creó un ser con gran capacidad de frustración y de pena, sobre todo, de una inmensa pena.

Recuerdo que el alguien que estuvo conmigo el tiempo suficiente me contaba cuentos, cuentos de corte muy realista y muy español, entre ellos El Quijote, y eso me generó el sentimiento constante de pérdida. Pérdida porque tenia una continua propensión a dudar de la fantasía y a saber que nunca iba a poder ver gigantes cuando había molinos y que nunca iba a descubrir un gnomo en un árbol, ni un pitufo en una seta roja. Aprendí que algo verosímil no tiene por qué ser real y que es mucho más interesante la mentira que la verdad, mostrando un interés nulo hacia la verdad y depositando todo mi entusiasmo en libros, cuentos e historias. Descubrí el placer de la historia y descubrí el placer de que en la narración de la ficción-historia, siempre nos dejamos algo de nosotrxs por muy poco real que sea el relato que nos cuentan.
Descubrí que en lo que consideramos que es real, hay filtro; que, igual que la cebolla, lo real tiene infinitas capas, así que lo interesante empezó a ser la manera en que la gente expresaba su sensibilidad, la manera en que expresamos el tacto de las cosas que tocamos, en vez del tacto mismo, que me resulta bastante primitivo. Creé un entorno de virtualidad como diría Pierre Lèvy en su ensayo sobre qué es lo virtual (entendiéndolo como posibilidad o proyección) y en el cómo te cuentan los acontecimientos descubrí el ronroneo de mi propio pensamiento y la identificación de lo contado.

Ahora bien, entendiendo que esto es una extraña digresión para intentar explicar, en cierta medida, el lugar desde el que me proyecto como voz que ahora narra, y parece que sigue sin tener sentido aquello que decía al principio de la niña de dos años, el tigre y el contador de historias. Iré poco a poco despedazándolo o pelándolo o simplemente cosiéndolo.

El día de Nochenuena, la niña de dos años se entusiasmó con Papá Nöel porque se me ocurrió la extraña idea de mandarle una carta por la mañana, como si el mismo Papá Nöel fuese el escritor de dicho texto. La razón por la que lo hice es sencilla: una extraña necesidad de intentar recordar esa capacidad de creer en la magia, en la magia entendida como un estado anterior a comprender la realidad causa-efecto, a entender la verosimilitud de la ficción como si eso fuese real, y fue a través de ella donde sentí esa extraña emoción de recordar y de sentir lo que es creer en la ficción, lo que es creer en los cuentos sin tener en cuenta su procedencia. Para ella, Papá Nöel es tan real como lo es para mí mi mano o los anillos que llevo en ella, pensando durante todas las Navidades que Papa Nöel, podía ir a visitarla y tomarse un café en su casa. A eso creo que se le puede llamar fe; a que ella sienta que eso es real; que es verdad, y construye una historia alrededor de eso con repeticiones de palabras y ojos como platos.
Entonces empecé un debate interior en el cómo nos construimos con los recuerdos y con las ficciones que nos hemos creído. Recuerdos que caminan entre lo real y la ficción y que deformamos o formamos en la medida en que los hemos construido y cómo esos recuerdos, mejor dicho, cómo eso que hemos construido con un acontecimiento o sin acontecimiento previo -en este último caso lo llamamos educación sentimental- condiciona o soluciona acontecimientos futuros, condiciona nuestro tacto, nuestro gusto y nuestra visión, porque los sentidos los procesamos a través del pensamiento y el pensamiento es un pensamiento en castellano, con las palabras conocidas, con las palabras que conocemos y en los vínculos que hacemos, en los extraños recovecos, creamos nuestro entorno y nos unimos con él. Es cierto que a veces la historia que contamos a lxs demás, la experiencia que narramos a lxs demás, puede resultar alejada de la realidad, de lo que las demás visiones ven de nosotrxs mismxs; entonces encontramos a lo que llamamos unx mentirosx a través de cuyas mentiras vislumbramos su propia personalidad, e incluso, a través del juicio que nosotrxs proponemos, decimos algo de nosotrxs. 

Pero entre digresiones, compañeras de discurso, vuelvo ahora al niño y el tigre. La película de La vida de Pi, una película comercial que se forma en torno a una alegoría y que me resulta un poco magufada y un poco, por qué no decirlo, adoctrinadora. Lo que me queda de la película -y he de decir que no es poco- es que uno elige una historia para contar su vida, para contar aquello que le acontece y que esa historia, para desgracia del narrador/a-viviente, necesita tener conexión entre cada uno de los nudos y desenlaces que ocurren todos los días y que es necesario que estén conectados o subordinados al narrador/a-viviviente con vínculos creíbles y fuertes. Me llama la atención cuando se sataniza lo virtual, las redes sociales, una cierta parte de la tecnología, que facilita o no vivir, no otras vidas necesariamente, sino otras combinaciones de vidas posibles para uno mismx y recrea o crea una virtualización de lo vivido. No estoy abogando por lo que dice Sheldom Cooper de convertirnos en Robots, en cyborgs, pero si que creo que vivimos en un mundo lo suficientemente ficcional, lo suficientemente irreal, lo suficientemente cyborg, como para abogar por conceptos como 'natural' o como 'real' o incluso como 'verdad' o 'autenticidad', desde un punto de vista superficial; superficial en la medida de utilizar frases, palabras cajón desastre, sin ser conscientes de todo lo que esa virtualización genera, tanto positivo, como negativo; y entendiendo que la virtualización puede ser producto y generadora, a su vez, de productos y subproductos.

Parece que en este discurso acabaríamos en un discurso posmodernista, donde todas las opiniones pueden ser válidas. Pero el problema es la validez, no se sabe quién la mide. Es cierto que todo esto nos ha dejado huérfanxs y suspendidxs en un territorio de irrealidad, que resulta difícil entender y salir de él; por ello, en vez de establecer discursos absolutistas sobre las redes, sobre la ficción, sea más interesante saber el cómo, el por qué, el para quién.

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