sábado, 5 de julio de 2014

Diario de la perdida y el deseo: Resilencias 5 de Julio






Susurra el mar entre este horizonte de cosecha de secano. 
Susurra el mar entre carreteras comarcales que llevan a cementerios de muertos vivientes. 
Susurra el mar entre las ventanas de un barrio obrero donde las únicas perspectivas son las cortinas a rayas de la casa de enfrente y una mujer sacudiendo la mopa, todos los días, siempre a la misma hora. 

No está siendo un verano cálido como dice esa canción que tarareo mientra camino hacia el trabajo. 
Tarareo para sacar tiempo para poder echarme de menos. 
Tarareo para abrir el horizonte tan estrecho de este espacio que ahora ocupo de manera casual pero que me atraviesa violentamente, que me atraviesa justo por la mitad que señala mi dedo Índice. El centro es el ombligo, la herida que queda del  ser cuando ese ser rompe el hilo con el líquido primigenio. 

Mar, te oigo todo el rato.

Susúrrame, mar, entre las noches que se escapan entre las manos y los libros que aparco en la mesa rebajada del Carrefour. 
Háblame, ronronéame, mar, entre las cosas que voy dejando en las esquinas para que las encuentres y me rescates de tanta normalidad. Para que me rescates, sin ayuda de tanta normalidad que asfixia.

No huyo de mi huyo de la necesidad del otro. 

Otro minuto suena, otra hora cae, otro día pasa. Siento el tiempo en la piel, en el cansancio que borra al otro, en el cansancio solitario del que se sobreexpone de manera casi química al sistema postfordista del ser, del tener que ser, de lo auténtico. Desaparece el otro entre tanto ruido embotellado de días, horas, minutos, segundos, nanosegundos. 

Desaparece el mundo en el mundo, que es devorado por el símbolo de un reloj daliniano. 

No me gusta Dalí. 
Desaparece el otro y, con el otro, desaparezco yo. Estoy cansada de rendimiento, de la droga química que produce mi cerebro en la necesidad de ser y estar productiva. 
Ganado protegido en una casa de cincuenta metros, 
ganado productivo entre las facturas que caen en el buzón y que llegan con un desconocido que solo es voz.

Cántame, mar, entre el pelo rubio de N que yace echado en el cojín rojo, su tiempo. 
Susurrame, mar, que mi cabeza se llena de arena. 
Susurra el mar detrás de las montañas, de las nieves, del trigo encañado, para que no olvide  todo aquello que rodea la circunstancia espacial que me devora lentamente, lentamente como reloj de arena, lentamente.

No soy conejo blanco, no soy reina de corazones. 
Sombrerero, liebre de marzo, camino amarillo sin final ni resolución, soy la que se va haciendo, la imperfecta, fragilidad humana devorada por la resta.

Susurra el mar en el chillido de las golondrinas, en el zumbido de las abejas y en el llanto del grillo.
Susurra el mar en todo aquello que poco a poco voy dejando de ser, voy dejando de ocupar. 

El trabajo no cansa como decía Pavese el trabajo duele.

Resuena el grito de las ballenas en la parte más baja de mi cerebro, 
resuena el canto para indicar la dirección entre tanta agua turbia. El vacío se parece a esto. 
Resuena el clic de las mandíbulas de los cetáceos, está todo tan lejos como alargar la mano para cogerlo. Cógelo.

Me hundiré en el azul de lo que siempre tuvo que ser, en el azul de lo que pudo ser, en el azul de lo que no termina, en el azul de lo que falla para rejuvenecer en el cansancio de un cuerpo que puede leer al otro, en el otro, en el cansancio del que medita y nunca resuelve.





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