Son las cinco de la tarde, como en esa elegía, y voy conduciendo por tierras yertas con esa luz azul y de membrillo que tiene esta época del año. No han bajado las nubes a besar la tierra, está atardeciendo y sigo conduciendo. Huele a grasa podrida, la grasa que se cayó en la esterilla del coche la noche del viernes. Beuys sabría qué hacer con ello.
Respiro. Últimamente me falta el aire; últimamente parece que respirar cuesta tanto como levantarse de la cama; como levantarse del entrelazado que forman nuestras piernas. Vuelvo a respirar, tomo conciencia de que respiro, pero el olor me provoca nauseas así que abro la ventana y noto el hielo cortarme la cara y mover mi pelo. Está demasiado largo. Vuelvo a respirar y sigo conduciendo. Pienso en un montón de cosas. Pienso sobre todo en respirar y en ir poco a poco desapareciendo como el gato de Chesire, como la luna menguante, como desaparecen los sueños cuando pasas de treinta y cinco años. Todo caducado, todo tan inerte como este campo de diciembre.
Vuelvo a respirar. Respirar me agarra a la matriz de mi propio cuerpo; me agarra a la pelvis, que es de las pocas cosas que me retienen en este espacio, en esta imagen tan llena de nada, porque la nada ocupa mucho más espacio que el todo.
Respiro y me imagino cómo van desapareciendo mis pies, los tobillos, las piernas. Respiro y, al desaparecer, desaparece el espacio que he ocupado, me condeno despacio al olvido. El olvido me resulta más reconfortante que sujetarme a la raíz, que sujetarme a la respiración. El olvido está lleno de cosas pero nadie puede verlas, nadie puede contarlas y nadie puede echarlas en falta. El olvido es el espacio infinito en el que quiero estar. No quiero dejar nada de mí en ningún otro lado; no quiero que nadie pueda utilizar el recuerdo para traerme a este lugar en el que no quiero estar. Me imagino cómo desaparecen mis cosas del armario de la derecha. Van desapareciendo poco a poco, despacio, sin dolor y sin pena, como esos botones que se desprenden y nadie se da cuenta de que se han perdido. Desaparecer y tú ni si quiera te das cuenta y empiezas a dejar de echar de menos todo aquello que me une a ti, todo aquello que no me deja participar de ese espacio donde habita el olvido. No hay raíz, no hay cuerpo, solo un difuminado éter. Desaparecer sin pena ni gloria, desprenderme de todo tan despacio que casi no me pueda dar cuenta para que no duela, para que no moleste. Desprenderme de todxs y que todxs se desprendan de mí. Una especie de exosfera lumínica. Que el único recuerdo de mí caiga en los hombros de una mujer de noventa años con alzehimer.
Respirar para ser nada.
Respirar despacio mientras cierro la ventana del coche y dejo que el olvido duerma cerca de la grasa podrida de la esterilla del coche para recogerlo cuando salga de trabajar.
R E S p i r o
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