viernes, 3 de enero de 2014

GATOS, PERROS Y OTROS MITOS DE UNA MISMA

Me gustan los gatos. Tengo fascinación por los felinos pero en vez de gato tengo perro. Es curioso cómo elegimos algunas de las cosas que nos definen o creemos que definen nuestra imagen pública; nos atamos a ellas sin análisis y sin que digan algo real de nosotras; nos atamos a ellas por lo que creemos que esas cosas representan, por lo que tienen de simbólico y creemos en ello, en lo simbólico, como si fuese real. Pero, ¿acaso no es real todo aquello que es simbólico en tanto en cuanto lo entendemos como propio y como definición de nosotras mismas.?
Voy a decir que me considero bastante superficial para este tipo de elecciones pero tengo un buen coco que puede justificar, explicar y hacer entender las paranoias más exquisitas, volviéndolas reales, haciendo que tomen la medida exacta para comprenderlas, lo que convierte todo aquello que tengo en mi entorno en una forma de estudio que dice más de mí que del objeto; más de lo que yo expreso que lo que el objeto en sí mismo expresa.

Pero voy hablar de que tengo un perro y me gustan los gatos. Tengo un perro que me regalaron hace unos once años después de la muerte de otro al que cuidaba y no era mío. Se llama Nemo y quería llamarle Tokyo, pero se decidió por votación grupal y se quedó con ese nombre en homenaje a mi abuelo, que había muerto hacía relativamente poco (Julio Verne era uno de sus escritores favoritos). El otro perro, el que murió, se llamaba Tao por el Tao Te Ching, nombre que eligió mi hermana en un acto de madurez y creatividad de lo más llamativo para la envergadura de nueve años, puesto que había caído en sus manos el libro y le puso el nombre para respetar con ello, sus raíces asiáticas. En ese momento mi percepción sobre ella cambió notablemente, pero no duró mucho (otro de esos muchos defectos que una no menciona para quedar bien y tener control de esa sobrevaloración de la imagen pública).

Tao era un gran perro que se había quedado sin un ojo porque el Alaska Malamute de mi abuelo lo había mordido. Al Alaska, que se llamaba Irkus, también lo cuidé antes de que se lo llevaran a una finca con todo mi malestar, que intenté explicar en balde, por supuesto, porque no hubo posibilidad de conciencia, porque una niña de nueve años no puede contra el sistema adulto -eso también se descubre relativamente pronto-. De hecho, esto es lo que más te acerca a la vida adulta: lo sensato no es siempre lo correcto. 

Nemo llegó de la perrera, con grandes dosis de agresividad y con pelo pelirrojo que define estereotipadamente su carácter. Pero a mí me gustan los gatos y mi vida se puede resumir en  las mascotas que he tenido, casi todas perros, puesto que solo tuve dos gatos. Uno me lo regalaron unas monjas de clausura porque dentro de su patio, a veces, cuando mi abuelo las iba a visitar, me dejaban jugar y, en una de esas vi cómo la gata había tenido gatitos y me gustaron tanto y me emocioné tanto que las monjas, que eran muy buenas pero los iban a matar, me dijeron que me daban uno cuando terminase el período de lactancia, que en este tipo de casos es inferior a un mes (esto no es sano para la cría pero sí para el criador). El gato llegó a mi casa. Era blanco y tenía un ojo de cada color. Se llamaba Bowie y yo no tenía entonces más de seis años. El gato se suicidó desde un séptimo por el patio de luces. El otro, la otra, era una siamesa barcelonesa y desconfiada a la que llame Kri-kri ( un nombre muy cursi que tiene su origen en los grillos del verano porque llegó a finales de agosto) y a la que solo podíamos coger mi abuelo o yo y que dormía encima de mi cuello a modo de estola viva, muy del gusto de Schiaparelli.
Pero eso tampoco explica la razón con la que  he empezó este texto. La razón por la que a veces, una, cualquiera, elige sus prioridades, no tienen tanto que ver con una, con cualquiera, como con el entorno donde se desarrolle y eso suele ser difícil de separar y no siempre necesario; pero como siempre en la vida es necesaria la digresión y la pérdida para poder encontrarse y poder entender algo de lo que cursimente se puede llamar pasaje emocional.

Pero continuaremos con la historia, con una parte de la historia. En mi casa, quitando mi tía, fallecida, hay un profundo odio hacia los felinos, porque los felinos, al igual que los cánidos, poseen toda una iconografía y toda una mítica, que los cubre de determinadas características que exceden más allá de las propias biológicas; que, como diría Haraway, son prótesis culturales. Y en múltiples casos se toman como referencias las biológicas para imprimirlas de realidad. Pero, ¿no es en sí mismo el concepto de 'real' protésico? ¿No está la realidad, inevitablemente condicionada por el ojo que mira y el ojo que decide qué coloca en el punto de fuga y qué no?. En realidad, tengo la sensación de que todavía observamos a la manera renacentista. El grupo de cubistas y sus múltiples puntos de vista, inducidos por parte de las teorías de la relatividad, casi no han calado cuando hacemos un cuadro, un cuadro biográfico o de apetencias.

Pero volvamos al gato y al perro, que es lo que ha desencadenado todo este discurso, a caballo entre un dedo y un análisis más o menos formal. 
Normalmente el gato representa todo aquello que es nocturno, vinculado con las brujas y, por lo tanto, con las mujeres, por lo menos en la iconografía occidental cristianizada; si no representa a la luna misma, como parece que ocurre en el texto de Carroll (Alicia en el país de las Maravillas), con ese gato que aparece y desaparece a modo de sonrisa lunática, como si la sonrisa-gato fuese una representación metafórica de las fases lunares. La luna vinculada para bien y para mal con lo femenino, en tanto en cuanto ésta tenía ciclos que se repetían, que aparecían y desaparecían. 
El gato es también el animal que atrae la mala suerte y los malos augurios. Animal solitario y con fama de cazador despiadado y certero, desconfiado y sigiloso. Vamos, todo un derroche de adjetivos relacionados con aquellos seres que parecen ser malvados, que parecen desestabilizar el sistema. Por el contrario, el perro es el ser fiel (como pueden atestiguar los sarcófagos de la Baja Edad Media), el compañero, sociable, diurno, juguetón, el perro es la cara amable de su compañero el lobo, simplemente porque uno está domesticado y con el otro se ha creado toda una iconografía. Nuevamente nos encontramos con una prótesis cultural, sobre sus fauces que a
lo único a lo que les ha ayudado es a que se hagan batidas por toda la montaña palentina buscándolos y matándolos, de manera legal o ilegal, sin atender a criterios de equilibrio reales sobre el desperfecto que causa el lobo en el medio rural. Es decir, por el mero hecho de ser lobos, de ser ese lobo de Los tres cerditos o el de Caperucita, se da por sentado que ése es un ser que va a hacer daño, que provoca catástrofes y que desestructura y diezma el ganado. Un símbolo que ocupa lo real en un entorno y condiciona todo aquello en la medida en que el símbolo posee pelos, fauces y ojos.

Volveré a mí, puesto que en un alarde de solipsismo postmoderno es lo único que conozco. Volveré al entramado del perro y el gato o viceversa.
Elegí el gato por el rechazo patológico que sufría toda mi familia hacia ellos, dando al odio, razones que estaban vinculadas con la manera de observar el objeto, de entender a ese ser vivo como la iconografía que culturalmente se le había impuesto como carga y, en ese sentido, por qué no decirlo, esa misma iconografía se parecía sospechosamente a lo que yo empezaba a despuntar: una mujer y lesbiana, entendiendo con ello que hay una serie de cargas, de prótesis, que pueden o no ser ciertas, pero que siempre se van a leer así.  
Así que me vinculé con el gato, respondiendo a ese cliché sobre que a las bolleras les van los gatos. Siendo en mi propia persona el cliché que los demás leían de mi propio colectivo, solo que, por aquel entonces, yo no era bollera, pero podía acabar como solterona.

Después, cuando una sufre esa identificación con ese mito, asumiendo lo que el mito tiene, en este caso, de perverso y endemoniado, empodera a dicho a animal, a dicho mito, y subvierte las características a modo de coaching, de libro de auto-ayuda, utilizando la proyección que hay en dicho animal como una especie de personalidad propia, como un Narciso enfermizo, utilizando la frase de "a mí me gustan los gatos" como una forma de decir "así es como quiero que se me conozca, como alguien a quien le gustan los gatos", crea una identidad entorno a lo simbólico que la considera propia, auténtica, sin entender que es, de nuevo, una prótesis que pretende ser la representación de su imagen pública. E insisto: a mí me gustan los gatos, pero tengo un perro al que adoro y por el que he tenido que cambiar mis vacaciones, porque tuvo un ataque de pánico provocado por los tres hijos de XXX que estuvieron una hora con un arsenal completo de fuegos artificiales y a los que me hubiese encantado a puntar con un M-14 desde mi balcón y hacerles bailar claqué.

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