Marzo está siendo marzo; marzo está siendo lluvia y viento y almendros y cerezos.
Durante una temporada pensé en tatuarme un almendro en alguna parte de mi cuerpo. Siempre me ha gustado el almendro y el refrán que le acompaña. Además, me gusta que mi cuerpo se pueda leer a través de la tinta de otras manos que no sean las mías, a través de trazos que no son de mis pliegues, que recuerdan a las marcas del ganado y que acaban siendo flexibles como la piel, mi piel, como las arrugas, mis arrugas, como el moreno, ese moreno que no me gusta y al que me acabaré acostumbrando porque, al igual que el tatuaje, me cuenta historias que me gustan, narra las historias a través del tacto, como lo hacen las estrías; las estrías que tengo en el culo y en las tetas.
Foto de J.Ayarza |
C dice que los almendros, son los cohetes que anuncian la primavera y V siempre comenta que cuando florecen los almendros empiezan las actividades culturales. Teniendo en cuenta que no me gusta depositar mi ego en nada ajeno y lo voy a hacer, apropiándome con ello de esa figura que intenta explicar Kundera en la Inmortalidad, intentaré en vano decir que me gustan los almendros, pretendiendo con ello dibujar la imagen a los ojos de los demás, sabiéndome, aún así, que no soy dueña de ella, y asumiendo torpemente, como Edipo asumió su destino que, aunque el yo es una mera apariencia inaprehensible, indescriptible, nebulosa y que la única realidad, demasiado aprehensible y descriptible es nuestra imagen, diré, sin que sirva de precedente, que me gustan los almendros; que me gustan los almendros en flor. Es entonces cuando se intenta ser la imagen de lo que se dice y, en este caso, se intenta ser Dafne; se intenta que el cuerpo, mi cuerpo se convierta en árbol, los brazos se ramifiquen y los pies se enraícen, se conviertan en una metáfora de Woolf, en una metáfora de Plath, en un ser mítico.
Es entonces cuando me hallo leyendo que el almendro, en lenguaje hebreo, es el árbol que vela, el árbol que escucha, y que se le compara con Jeremías. Y entonces provoco ese giro de trama que precipita la acción y recuerdo mi nombre con A, y recuerdo que es árabe, y recuerdo que es una ciudad fortificada, por lo que mi finalidad sería proteger, velar; aunque no creo que mi nombre cuente mucho, porque antes de gustarme lo odié sin condición, lo odié como se odian los recuerdos de los errores que se han cometido, como se odia el karma; y le busqué un sustituto. Un sustituto que empezase por G y fuese anglosajón y fuese parte de lo eterno y a la vez efímero, como lo es la espuma de las olas del recuerdo del mar a finales de Septiembre. Pero no estamos en Septiembre, estamos en marzo. En un marzo, lluvioso y con viento, en un marzo donde han florecido los almendros.
Pero es curioso cómo a veces mi cerebro rizomático parece unir las cosas. Encuentro una unión entre los almendros, mi nombre y mi cumpleaños. Una de esas uniones que parecen epifánicas, que parecen visionarias, que provocan la sonrisa de medio lado. Mi cumpleaños es en marzo, este marzo ahora lluvioso, con viento y frío; y que acuna los pasos de mis treinta y seis sueños caducados, de mis treinta y seis vidas que ya no voy a poder vivir.
Sigo leyendo y sé que al almendro se le confunde con la flor del sakura, los dos de la familia de las rosacéas; pero el sakura o falso cerezo, florece dos semanas más tarde. Busco otros significados, otros espacios simbólicos para agrandarlo, y descubro que representan la juventud, la fragilidad de los primeros brotes de primavera y el preludio de lo que viene. El preludio de las abejas, del zumbido de las abejas, del sol creciendo en el día, del calor, del sexo, de las primeras terrazas, del vino blanco en tu ático con un delicioso sushi que ahora ya sabemos preparar. Sonrío siempre que recuerdo. Sonrío siempre que el recuerdo se entreteje con este estado de astenia que tanto me gusta.
Me gusta el almendro en flor y el cerezo en flor. Me gusta cómo, al soplar el viento, las flores se deshacen de las ramas y flotan por el aire. Me gusta el tiempo que tardan en llegar al suelo, como si de un anime se tratase, como si de una postal del instagram.
Me gustan los almendros, me gustan los cerezos en flor y los entrelazo, caprichosamente, con mi biografía. Los uno por aquel día, ¿te acuerdas? Yo llevaba el peto y una de esas blusas de lazos. Recuerdas que después de una pequeña operación que me dejó una semana en la cama me llevaste a caminar y, aunque hubiese sido estupendo que esa historia continuase con una filmoteca, con Pierrot le fou o tout va bien y una plaza mayor y lluvia, sólo continúa con un paseo bajo los almendros y el sol sobre mi rostro y un mareo repentino que nos hizo dar la vuelta. Ya lo sabes, no soy rubia. Y no tengo los dientes separados, ni las rodillas blancas.
Ese día, que intento recordar para entrelazar con el almendro, para coser al tronco del cerezo, hacía sol y el rosa ocupó la retina. El rosa contra el azul del cielo, como si de los colores de plastidecor se tratase. Ese día en que anduvimos por el parque, ese día en que me mareaba, ese día que, recuerdo, desarrollé un miedo a dar el paso. Ese día que, ingrávida, llegué a la cama para tardar otro día más en salir; ese día que tengo que traer a este texto, para poder revivirlo a través de la ficción de mi recuerdo.
Esa ficción que ahora se hace tan real y que dejará de ser mía j-u-s-t-o e-n e-l m-o-m-e-n-t-o e-n q-u-e t-ú l-a l-e-a-s.
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Gracias a todxs por leerme y gracias a J.A. por poder crearme una autoimagen a través de su obturador.