Han sido carnavales y no me he disfrazado más de lo que es aconsejable. Más de lo que me puedo disfrazar todos los días cuando me visto de la cultura en la que he nacido, cuando convierto mi cuerpo en una performatividad que, en este caso, coincide con el género que se me asignó cuando nací.
Tengo, curiosamente, un nombre que hace dos siglos pertenecía a los dos géneros pero que ahora sonaría ridículo en el género que no represento, y del que me siento mucho más que orgullosa.
Porque la vida es puro teatro -lo decía la Lupe- pero cuánto ocupa el teatro en nuestras vidas; cuánto somos de puro teatro y cuánto de naturalidad de los '60 (recordemos que, en los '60, el flower power, la paz y el hippismo, buscaron la naturalización de los géneros).
El martes de carnaval fui a una fiesta donde había una drag. Podía haber sido king -y mis dientes se hubiesen alargado cual vampiro lubricado- pero no; era queen y, en vez de dientes largos, me puse verde. Verde porque, a pesar de Lorca, el verde es el color de la envidia insana, deporte nacional que se practica en esta España profunda, según dice el recientemente fallecido Panero.
Vuelvo al espectáculo, a la performatividad y a este texto, que parece construirse mientras suenan las teclas. El espectáculo consistía en tres canciones con tres bailes y entre las canciones de la drag, playbacks de cualquier persona disfrazada. Es cierto que de una manera algo complicada para explicar aquí, siempre me he sentido impostada con mi feminidad, siempre he sentido que podía dejar de ser con más facilidad mujer que cualquier otro género, y eso me hace vincularme con las personas que, de una manera consciente, construyen su género; porque yo tampoco tengo la sensación de la naturalidad del mío y de lo que a él se le atribuye.
Es cierto que eso tiene que ver con cómo se construye culturalmente el concepto de "femenino" y cómo se construye el concepto de masculino: uno es construido, el otro es propiedad del que lo detenta.
Pero volviendo al espectáculo, a mi envidia y a ella, la reina estaba realmente maravillosa. Dentro de los playback de las otras personas, había disfraces de todo tipo: caperucitas sexys, lobos burgueses (porque llevaban tripa de vivir acomodadamente), chulos sacados de Love story o Grease y chonis que hacen funky.
En fin, todo lo que procede en dicha fiesta precuaresma que busca salvar al individuo a través de una carnavalización mainstream y sin pensar.
El caso es que ella estaba encima de una tarima y a mí se me hizo un espacio enorme, con sus tacones y una maravillosa falda muy Dior y yo estaba abajo viendo todos y cada uno de sus gestos, viendo cómo el pelo la caía sobre los hombros, mientras tenía que soportar a un montón de hombres que, a grito pelado, chillaban sobre el fake que ella podía ser. Me sentí realmente ofendida, mi espíritu de blanca con privilegios, supongo que actuó, actuó como actúa el espíritu del blanco, apropiándome de un discurso que no es mío y poniéndolo de bandera sobre mi cuerpo, construyéndome como un príncipe con un vestido de La casita de Wendy. No salté, se me adelantó la Reina entre humor e ironía y grandes dosis de aguante, pero ahí no acabó la cosa, ahí no terminó todo. Algunas de las mujeres que subían sobre la tarima, tenían anteriormente que levantarle la falda Esta acción, tan aparentemente ingenua, puesto que se hacía desde el humor y la permisividad del carnaval, marca que su cuerpo, el de la Drag, tiene menos derechos que el de ellas; como si su cuerpo, el de la drag, fuese una sombra de caverna, que diría Platón. Por lo tanto, se introduce a modo de chanza carnavalesca, un discurso transfóbico que reza que unx no se puede presentar como quiere ser sino como esa "naturaleza" tan "natural" le ha traído al mundo y, en caso de hacerlo, tiene que aparecer en el disfraz el concepto de falso, de fake, de mentira; la misma mentira que muchos de los hombres que subían a esa tarima trataban de evidenciar vestidos de cis tías, marcando así, en realidad, la "naturalización" de su género masculino. Es introducir razones biologicistas sin plantearse cuánto de prótesis cultural hay en esa visión naturalizada de los géneros, porque, aunque me repita, mujer no se nace, se hace y, en esa frase que mantiene Simone, ¿quién decide que construcción es más admisible y cuál menos?, ¿quién decide quién construye mejor el estereotipo de mujer?. Y sobre todo, ¿qué hace pensar que unas construcciones son más valiosas que otras?. ¿Lo decide la blanca cis con privilegios o el hombre cis con privilegios?
Pero en estos fantásticos carnavales tan poco carnavalizados (me refiero al concepto Bajtin de carnavalización), no acaba ahí la cosa de dichos abusos de marcada transfobia, puesto que entorno a ellos hay todo un discurso transfóbico que recuerda a aquello que decía Butler sobre la primera enmienda estadounidense.
Apareció después la típica acción tan hetero, tan cansina de algunas mujeres sacadas de un porno mainstream que muchas dicen no consumir, como es la apropiación de ser lesbiana para el ojo observador masculino: algunas la intentaron besar, tocar las tetas con un aparente deseo lésbico, lo que vuelve a invisibilizar, en este caso, a las mujeres que nos definimos como lesbianas, infantilizando con ello nuestro deseo o convirtiendo nuestro deseo en un deseo para los ojos del hombre heterosexual, aunque, en este caso, tengo dudas de que esa frase Cecilia Roth le dice a Penélope Cruz en Todo sobre mi madre -"todas somos un poco bolleras"-, no sea más cierta de lo que pretenden creer. Así que un nuevo abuso entre risas y bromas, un nuevo discurso entretejido entre abusos de todo aquello que no sea yo. Y ya, como para medio terminar, o terminar del todo, el fantástico hombre cis, heterosexual vestido de gay falso que, en un momento de la actuación, se acerca a los labios de la drag como para darla un beso, y al final resulta que era broma.
Menos mal que el grandioso abanico de plumas y el corpiño de cuero actuaron con la presencia dramática necesaria.
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