domingo, 13 de septiembre de 2015

Diario de la pérdida y el deseo: Septiembre y el regreso.

...mundo aquel, del que tu habitación era el centro... 

Cernuda


Estoy de vacaciones. O eso creo, porque en la actualidad, mi trabajo y mis vacaciones se diluyen. Busco información para mí y resuelvo algo del trabajo. Es la vida productiva sin límites y, supongo que te hace estar activa. Pero entre búsqueda y búsqueda me encuentro recordando una canción que ahora, con algo de vergüenza, confieso que me gustaba. Es una canción de Héroes del silencio. De adolescente, recuerdo que me gustaban y, en medio de una playa, completamente mediterránea, me he visto a mí en mi habitación de los quince y de los dieciséis y de los diecisiete, escuchando canciones de Héroes y de la Rosenvinge y leyendo, más bien devorando, Bukowski, la generación beat, Loriga y Prado. Leía más cosas, pero me ha venido esa yo. No otra sino esa, la de negro y ojeras, la del traje largo de punto a rayas marrones y negras y botas de sufragista, como llamaba mi abuela a las martens.

Ahora mismo, si me recuerdo sonrío con cierta displicencia para con mi yo anterior, esa yo que se diluye entre ésta que ahora la recuerda. Pero supongo que esto es hacerse mayor. Sonreír al pasado con cierta displicencia y conocer las yo diluidas en un sólo cuerpo, las yo que atraviesan los nervios, tendones, huesos, músculos de ahora.

Recuerdo aquella habitación como un templo, mi templo; donde huía de todo aquello que me dolía  y que por entonces eran muchas cosas, eran muchas conversaciones. Eran esas cosas que duelen cuando eres adolescente, esas cosas que duelen a las adolescentes que desempeñamos el rol de raritas.

Recuerdo esa habitación, llena de todo lo que dolía y recuerdo también esa habitación de dos camas, una siempre vacía, llena de cosas que sanaban. Todo mi mundo cabía ahí dentro, mi mundo era esa habitación, esas cuatro esquinas, esas paredes con gotelé y el armario empotrado. Esa habitación donde un peluche gigante de pantera negra dormía de manera simbólica a los pies. Me regalaron ese peluche unas Navidades, no recuerdo por qué. No me gustaban los peluches, excepto uno que era un cocodrilo. Pero ahí estaba ese peluche gigante de color negro durmiendo a mis pies. Recuerdo también el color verde de las paredes -antes salmón-, una horrorosa colcha de rosas grandísimas, que decían ser elegantes,  un secreter con tapete verde y dentro, las cartas de las amigas que me quedaron de un internado en Inglaterra.
Recuerdo los libros, los discos y las casettes. Una la cadena de música y el patio interior donde se combinaba el olor de suavizantes varios y el olor de todos los comedores escolares juntos.

No era enamoradiza, eso creo recordarlo bien. Algo que, como otras muchas cosas, ha variado. Entonces, recuerdo  no serlo. Deseaba y todo lo tocaba con deseo.El deseo como forma de vida. Sentir que no se tiene suficiente era una parte de él y una parte de ser mi adolescente.

La habitación era el escondite para poder ser adolescente. La habitación era ser adolescente. Sus esquinas eran el límite de ser adolescente, ser adolescente era ser esquina. La habitación era  el primer espacio que me propuse conquistar desde ese sentir. El primer espacio para decidir, decididamente ser yo, la adolescente. Un póster de Jim Morrison, las fotos, las colecciones de cosas pequeñas, cajas... Recuerdo esa sensación de entrar en casa esquivando a los padres y evitando sus preguntas, el pasillo. Casa era llegar intacta al dormitorio, casa era cerrar la puerta de la habitación para despertar a los dragones. Casa era poner la cadena, tirarse en la cama y leer el libro. Casa era, sobre todo, dar por ganado el día llegando solo con arañazos en las piernas. 

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