domingo, 5 de agosto de 2012

De cómo aprendí a leer

Hay una extraña libertad que se consigue a través de la literatura, que se consigue a través del arte pero que requiere, o para mí requirió, un gran esfuerzo del que no fui consciente hasta hace relativamente pocos años. Qué fue antes y qué fue después de este descubrimiento es difícil de perfilar y de atar o deducir. 

Yo me acuerdo, y lo he dicho varias veces, de que el cuadro de El nacimiento de Venus, de Botticelli me fascinaba desde muy pequeña, podía estar horas con un libro mirando ese cuadro. La fascinación que tenía por el cuadro estaba en parte relacionada con la proyección que ese cuadro suponía para mi ego, es decir, yo era esa Venus, no era otra, era ésa, me parecía que eso era lo que se entendía por una mujer hermosa y yo, como niña, quería ser una mujer hermosa y, sobre todo, una mujer rubia y blanca. Hasta aquí el hetero-patriarcado dejó bastante mella en mí pero no sentí, y no lo he sentido nunca, como una mella que me frustrase, que me escociese o que me impidiera hacer otras cosas. Ella estaba allí y yo era parte de lo tangible… eso era una manera de ver el arte cuando era pequeña. 

En la adolescencia, esto fue perfilándose de otros modos. Ya no era lo visual lo que admiraba o me gustaba sino que aparecieron libros, y supongo que canciones y películas. Vamos a decir que un gran porcentaje de esas películas y canciones y de ese arte, se hacía con voz masculina. Esto no creo que sea muy difícil entender. No sé por qué, o bueno, sí que lo sé, pero no voy a explicarlo ahora porque sería largo; pero el género en masculino de lo que leía o escuchaba o veía -porque la voz lo era-, solo me dejaba posicionarme en el lugar de la otra, de la que se decía algo, o en el lugar de la mujer que lee algo pero no contempla la posibilidad de que ese algo diga de su discurso interior, y lo que leía, o lo que veía o lo que escuchaba pasaba a formar parte de su día a día, de un mundo construido en lo mental pero que acababa tomando forma en lo real y tangible pero no desde, como diría Aristóteles, desde la catarsis. 

Es cierto que cuando leía textos de mujeres no me identifica con todas ellas, sino que solo algunas perfilaban de manera magistral, lo que yo creía que era mi flujo mental. Esas mujeres parecían poner palabras a cosas que yo pensaba pero nadie decía y, en ese momento, justo en ese momento, fue cuando empecé a entender que me podía posicionar de otras maneras y que esas otras maneras podían enriquecer un mundo que estaba en la mente y que acabaría formando parte de mí, de manera indisoluble. Pero eso tampoco era completo, aunque yo entonces no lo sabía. 

Leía cosas de hombres y sí, formaban parte de mi entorno por lo que en esos libros contaban de otros entornos que podían parecerse al mío o me trasportaban a otros que me resultaban tan familiares como el olor a pan tostado en casa de mi abuela, el olor a sandía en una tarde de verano o el olor a basura de algunas veladas estivales. Pero me faltaba un avance, un paso más que para mí requirió un esfuerzo y un devenir propio de mi ánimo. Es decir, de una u otra manera, empezó a formar parte de mi vida el devenir del género, empezó a formar parte de mí eso de que no hay sentimientos femeninos y masculinos. Y de repente, Jaime Gil de Biedma, un marica, abrió esa puerta que para mí había estado vetada. Era capaz de que un hombre, -una –O-, hablase de mi, pusiese voz a mi discurso interno y la -O me fuese tan cómoda como un columpio. No tenía la necesidad, veía que alguien explicaba mis sentimientos tan cerca mí que me gustaba como quedaba la -O en mi -A cultural y, a partir de ahí, me descubrí en personajes masculinos. Había personajes masculinos que hablaban de algo que se parecía a mi temperamento. Si veía una serie, un tío podía hablar/actuar como yo lo haría y mi nombre -que puede ser y que, de hecho, fue nombre de varón en otra época-, podía volver a coger su forma varonil, pues no necesitaba buscar un ego masculino llamado John o David, por ejemplo, ya que mi nombre, el mismo nombre, podía reivindicarlo como la forma masculina que había sido y que la sociedad había perdido.

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