martes, 18 de septiembre de 2012

Diario de la pérdida y el deseo: 19 Septiembre noche

El día, que va perdiendo fuerza, y la noche, que va ganando casillas, nos avisan de que llega el otoño, de que llega noviembre y de que las nieblas guardan pacientemente en la esquina de algún cerro.
Aunque las hojas aún no tornan amarillas y las temperaturas son altas, la luz empieza a perder fuerza. Empieza a ser esa luz oblicua que se filtra entre las ramas y destella en rojos y ocres. Los horarios van ocupando el espacio vivido y las campanas de las iglesias parece que suenan más que de costumbre.
Las calles, al caer la noche, se vuelven silenciosas. Ese silencio de los días fríos y oscuros que calan por los huesos y que parece que no levantan. Las mañanas huelen a café, a prisas, a gasolina, a pan tostado y leche caliente; huelen a despertador despertando del letargo del abrigo de las sábanas, que ya pesan un poco más porque son, de nuevo, compañeras de mantas y edredones. 
No llueve, pero algunos días huele a lluvia, a esa lluvia que podría avisar que detrás de las montañas, al invierno, no se le ha olvidado regresar. 
Es mentira que detrás de las montañas esté el mar.
El invierno aquí es eterno y las noches son noches de lobos y cuentos largos que siempre parecen tener finales tristes.
Hoy he sacado la chaqueta de lana para dar un paseo nocturno con B y Nemo. Un paseo de ésos que todavía se resisten a ser paseos de sombras y silencios con una trompeta triste sonando. Un paseo que recoge a B y Nemo para alargar aquellos días en los que no había nada más que hacer, que estar entre sus pelos, entre sus cuentos y sus historias no contadas.
Creo, B, que ya empiezo a echarte de menos.



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