jueves, 12 de septiembre de 2013

Y, qué pasa con el cliché a la hora del café

Hace un tiempo que tengo la sensación de vivir en una sit com, de vivir en Eurodisney o en cualquier espacio que tenga que ver con la creación de personajes, con la creación de personalidades, con la creación de estereotipos, porque todo me resulta con la familiaridad que puede tener un cliché. Es posible que mis ojos vean demasiados clichés y que, en realidad, el cliché sea la mirada del que observa pero, sea como sea, ocurra como ocurra, tengo la sensación de estar participando en el show de Truman y lo que es peor, el reality, me aburre. La vida me decepciona constantemente por puro aburrimiento (algo extraño en mí, que suelo divertirme conmigo misma bastante bien), por la incapacidad de crear mi sorpresa. Todo es un cliché, todo es como se espera que sea y de una u otra manera todos somos el cliché de alguna telecomedia, de algún reality. Nos parecemos demasiado a esa construcción de personalidades, a esa educación sentimental que está tan lejos de lo que podría ser la vida real, si es que tal cosa existe. Porque incluso en la manera de narrar lo que sentimos, de narrar lo que el cuerpo siente, el dolor, la pena, el amor, hay un cliché cultural que nos dice que esa es la manera en que sentimos, la manera en la que amamos, la manera en la que follamos; y ante tanto sentimiento, ante tanta emoción desbordada que es explotada como vestigio de naturalidad, como icono de autenticidad, creamos ovillos de clichés que conforman el color de la lana del jersey que nos vamos a poner.

No estoy con ello buscando la verdad ni llegar al meollo, puesto que mi interés está más relacionado con el proceso de construcción del cliché y de reapropiación del mismo, que con la ingenuidad platónica de pensar que hay un mundo de verdad y otro de sombras. En realidad, creo que el cliché, en la medida que es legitimado, existe como tal y es acto y es potencia. En una entrevista, Judith Buttler habla de cómo su madre se acaba pareciendo a Joan Collins, de cómo todas las madres de su entorno se vuelven Joan Colllins. Es decir, el cliché acaba siendo tan real como su madre, acaba teniendo un físico, una forma, un entorno, como se mantiene en el texto de Alain Corbin, Jean-Jaques Courtine y George vigarello sobre las imágenes sociales del cuerpo en el S.XIX:
se fabrican tipos como construcción de un nuevo lenguaje corporal diferente del sistema iconológico tradicional y basado en la  observación de la ropa, la fisionomía y la silueta de los contemporaneos.


Intentaré explicarme diciendo que el cliché se legitima por su uso y es su uso el que, precisamente, lo convierte en cliché. Es decir, es una especie de pescadilla que se come la cola, en la que la sociedad como grupo participa de la creación y legitima ese cliché. Sin entrar si el cliché es bueno o malo, puesto que el cliché puede ser subvertido y reinterpretado, solamente digo que me aburre tan poca novedad y esto vuelve a ser nuevamente un cliché que heredo de la época de la postmodernidad. Algo así me pasó con el discurso de Ana Botella para la candidatura española de los JJOO: ella acabó encarnando con su café con leche, toda la iconografía de las películas del destape del -en este caso la- españolito; ¿éso es lo que hemos subvertido, el cambio de género, o no?

Diré que últimamente todas las películas (salvando excepciones como I´m not there, un falso documental sobre la vida de Dylan), todas las series y todas las novelas que caen en mis manos, repiten personajes que se parecen sospechosamente. Son personajes que se recuerdan unos a otros como si todos ellos, independientemente de las situaciones, siempre fuesen los mismos. No hablo ya del héroe que es héroe siempre y el villano siempre villano, sino que el atormentado dudoso siempre es muy parecido al atormentado dudoso, el vividor siempre es vividor y el mafioso siempre es el mismo mafioso,como si por su existencia no atravesase la Historia, como si en su existencia no hubiese vestigio de ser una persona que vive entre montañas o que vive cerca del mar o que posee una clase social determinada,  y cómo de manera más o menos re-pensada, todo lo que nos conforma como lo que somos, todos los clichés que nos rodean, como lo que somos, hacen que todo sea atrezzo. Hacen que todo eso no se contemple en el individuo, puesto que lo que marca al individuo es el cliché de personalidad, producto de las épocas donde todo está hecho en serie.

En el cuadro de la Libertad guiando al pueblo, hay una gran variedad de clichés que se fueron legitimando a través de escritos, de folletines y de la prensa, que en parte se subvirtieron pare crear toda una iconografía de la sociedad burguesa, el niño acaba siendo el cliché del niño que podemos encontrar en Los Miserables, los personajes que aparecen acaban formando parte de la historia de la caricatura de Champfleury, y así sucesivamente.

El lunes, como todos los lunes, suelo ir a ver a mi abuela por la tarde, hacemos siempre el mismo ritual. La persona que la cuida, una mujer peruana de mediana edad, deja preparadas las tazas moradas y cuadradas del café y entonces, ella, mi abuela, pone la teleserie El secreto de puente viejo y me comenta lo que ocurre. Le preparo el descafeinado, le pongo unos dulces y hasta aquí todo bien, todo forma parte de ese ritual que hemos creado; pero un día me dice: "estas series están bien, porque enseñan a la gente que la vida puede ser otra cosa y que hay gente muy mala que abusa de su poder. Además, me hacen mucha compañía". Después de la revelación cogemos una revista de prensa rosa y terminamos nuestro ritual recogiendo la mesa y dándole un beso en la frente porque tengo que ir a trabajar.

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