El maíz ha crecido en estos campos de secano y los árboles recogen el color de las tardes de otoño, ese dorado de los días más felices.
Ayer hablé con B. Dice que para alguien como yo es fácil reconocer lo que a los demás les cuesta tanto y que no es ningún mérito. Estoy cómoda en los reflejos distorsionados de noches de botellas y resacas. B dice que el mérito para alguien como yo es perdonar, seguir adelante y tener sentido del humor. B sabe que me gusta reflejarme en los espejos de feria, pero lo que B no sabe es que solamente confieso el espacio de confort que me resulta cómodo, y tengo mucha práctica en andar entre cristales rotos y sombras deformes, soy una gran funambulista del drama.
Puede ser que tenga cierta propensión a desconfiar de las cosas buenas, porque siempre creo que en algún lugar, en algún momento, alguna de esas sombras que duermen tranquilas debajo de las cosas buenas me dirá que todo va a estallar entre mis pies, una especie de ligirofobia.
¿Tú te acuerdas de eso?, ¿te acuerdas de cuando todo estallaba?, ¿te acuerdas de mi piel blanca y mis cuarenta y cinco kilos hechos a golpe de discusión y olvido?, ¿recuerdas el color de mi pelo?, ¿recuerdas el bajo quemado de mis 501, el tamaño de mis pies y el olor de mi perfume? A mí no me queda nada, pero me sentaba bien esa pose, me favorecía la media luz y la fuerza radicaba en la debilidad, en la anestesia que produce la debilidad y la lucha combinadas irremediablemente en un cuerpo de tobillos estrechos y rodillas de hueso.Todavía están esas fotos, todavía las guardo en el altillo de la Billy.
Hace tanto frío... cae tan rápido la noche...
No nos parecemos a aquellos días, y no me puedo proteger de tanta normalidad, tengo miedo a la normalidad y me he acostumbrado a ella. La normalidad huele a sueños de palomitas y coca-cola, la normalidad huele a suavizante Mimosín y a pequeños cachorros comprados en un supermercado a mitad de precio con lazo de cuadros incorporado.
Perdóname si hago alguna excentricidad de esas tan burguesas y tan sofisticadas, de esas tan absurdas.
Se diluye el tiempo entre las manos, se diluye el tiempo después de cada polvo y el infinito es un lugar que cae a la vuelta de la esquina de nuestra casa. El infinito es el lugar por donde paseamos al perro una noche de tranquilidad inflamable.
Tengo tanto frío... ya ha caído la noche y la eternidad duerme, acechante, la siesta a los pies de nuestra cama.
Gran texto. Y doloroso. Y valiente. Donde se bordean peligrosamente -y no- las lindes del espacio -tu espacio- de confort. Has de saber, no obstante, que no ha habido modo de apagar aún el bajo de tus 501, que sigue on fire en el tiempo, dándole calor -candela también, a veces- al infinito, que está, créeme, sobrevalorado. Porque aunque haga frío a veces, el algodón de tus vaqueros arde; porque a veces algunas excentricidades burguesas son falsas como los diamantes. Y porque a veces, el diablo da las llaves del cielo, y las deja relucientes -y aún confusas- a los pies de nuestra cama, que arde, que arde, que arde.
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